miércoles, 12 de enero de 2011

Límites

De cuando L. y yo estábamos juntos, hay algo que no deja de parecerme curiosamente gracioso.

Nuestra relación aceleró los tiempos de una forma gigantemente agigantada, al punto de que nos creíamos un matrimonio adolescente viviendo en casas separadas (o alguna otra contradicción similar), y al punto de que la misma palabra "tiempo" se había convertido en un gran misterio indescifrable. De la misma forma en que el tiempo avanzó por nosotros, también nos entusiasmamos por compartir todo y por lograr la máxima confianza en muy poco tiempo. Quiero decir que nosotros morimos de una simbiositis aguda (y cuando digo aguda quiero decir que era grave). Y en ese mar que fundía lo suyo y lo mío en un gran lo nuestro, todo era válido y no nos privábamos de nada. O de casi nada.

Lo curiosamente gracioso es que había un límite muy claro: la caca. Ah, sí... porque yo podía estar meando en el inodoro mientras que a mí lado L. meaba en el bidet, y éramos capaces de leer el mismo libro al mismo tiempo, y cuando dormíamos separados L. me llamaba al levantarse para que yo no me quedara dormida, y llorábamos si yo tenía una fiesta y L. no estaba invitado, y cuando cocinábamos L. se encargaba por ejemplo de las milanesas y yo de la ensalada o viceversa y sentíamos que habíamos cocinado todo los dos, y si yo tenía que estudiar L. me cebaba mate y miraba el techo como si él también tuviera que estudiar, y así tantas otras cosas. Pero jamás se nos ocurrió cruzar el límite de la caca. Cuando L. decía: "Me voy a cagar", tomaba un libro y desaparecía por unos veinte minutos, en ese instante, efímero pero preciso, nuestros cuerpos volvían a ser dos y nos curábamos de la simbiositis por un rato.

Sólo una vez, y lo recuerdo perfectamente como si se tratara de hoy, estaba yo en su casa y L. no había aclarado adónde se iba después de cruzar la puerta de la habitación. Quién sabe en qué cosas estaría pensando yo que me distraje tanto, que me dirigí al pasillo, que doblé hacia el living, que me detuve en la puerta del baño, y que la abrí sin golpear. Me encontré con L. sentado en el inodoro, con el diario frente a sus ojos, abierto de par en par. Alzó la vista y puedo jurar que nunca antes había visto sus ojos así. Era una mezcla de impotencia y decepción: era la mismísima expresión del desengaño. Mi cara permaneció inmóvil, mis manos perplejas sólo alcanzaron a cerrar la puerta con toda la fuerza que tuve, y salí corriendo a encerrarme en su habitación. Los días siguientes a este episodio fueron duros, éramos como (y a la vez lo éramos) una pareja que trataba de reestablecer su vínculo luego de una traición imperdonable pero que igualmente perdonaba. Al lector podrá parecerle ridículo, desconozco si en otras relaciones está permitido o no cruzar este límite. Pero dese una idea, señor lector, de lo severo y tajante que significaba para L. y para mí, el límite de la caca.


¡Ay, L. querido! Si hubiéramos tomado tantas otras cosas como tomábamos el acto de cagar, si las hubiéramos respetado así, si las hubiéramos comprendido así, si hubiéramos sido tan sabios como lo fuimos con este único e irrepetible límite, probablemente entonces, no habríamos sido los mismos.

No hay comentarios: